Entre las colinas de Brión y Belón, en el ayuntamiento de Serantes, dícese que en tiempos muy antiguos había una pequeña ciudad llamada Doniños y que sus habitantes eran todos gentiles, esto es, paganos o idólatras, a excepción de dos, hombre y mujer, que tenían su humilde casucha un poco apartada de las demás, en una de las alturas próximas.
Y cuando el Apóstol
Peregrino andaba por el mundo, cierto día llegó por allí y pidió
alojamiento en donde le pareció que había más abundancia; también si querrían
hacerle el favor de darle una taza de caldo.
Pero el dueño de la casa, llamándole vagabundo y pícaro
despreciable, le respondió que procurase trabajar si quería comer; y que allí
no tenía nada que hacer y que era mejor que siguiese su camino.
Intentó el Apóstol
Peregrino llamar a otras puertas y, poco más o menos, siempre le daban la
misma respuesta, si no le trataban aún peor.
Resignado, prosiguió
su camino hasta que llegó a la cabaña de los dos cristianos.
-Pase, señor, pase – le dijeron allí
cariñosamente, y le daremos de nuestra pobreza como hermanos que somos.
Comió el Apóstol en compañía de aquella buena gente y
después se acostó sobre unas pajas, cerca el rescoldo del hogar, y se durmió.
También los dos esposos se fueron a su humilde lecho; pero cuando al día
siguiente se levantaron, vieron que el peregrino de la noche había
desaparecido.
¡Dios le guie! –dijo el marido– Tal vez haya
marchado muy temprano y no quiso molestarnos más.
Poco después de esto, Román,
el labrador, unció los bueyes al carro y se fue camino de la ciudad para vender
una carga de leña.
Pero cuando ya iba a entrar por la primera calle adelante,
camino del mercado, oyó gritos que pedían socorro, y reconociendo la voz de su
mujer, miró hacia atrás y vio que dos soldados corrían tras ella, que huía
despavorida.
Román dejó el carro y corrió para defender a su mujer, que,
sin verla, torció el camino y subió hacia el monte, siempre perseguida por
aquellos soldados. El hombre apresuró aún más su carrera y, cuando ya iba
alcanzándolos, ellos, dándose cuenta de su llegada, huyeron por otra vereda a
su vez.
Román siguió entonces para reunirse con su mujer, sin
lograr alcanzarla hasta llegar a su casa, quedando admirado al ver a su esposa
asomada a la ventana, alegre y sonriente.
¿ Que es lo que ha sucedido? –le preguntó.
Pero aún no bien había dicho estas palabras, cuando oyeron
un gran estruendo y el borbollar de las aguas como si el mar se volcara sobre
la tierra. Los gritos de pavor estremecían. Atemorizados, marido y mujer, desde la puerta de su casucha, vieron que
la ciudad de Doninos se sumergía inundada por un coloso torrente que, sin saber
cómo, allí mismo había sido sumergida entre los peñascos que la cercaban.
Y es allí
donde hoy existe la laguna de Doninos, por un castigo del Cielo para aquellos
gentiles despiadados con nuestro Apóstol Peregrino.