En
Santaia de Logrosa, Negreira,
existe aún, restaurado el antiguo pazo o castillo de Chancela, que data del siglo XIV.
La leyenda que a este
viejo solar se refiere relata una de tantas tragedias de la vida azarosa y terrible
de aquellos tiempos.
Una noche, los amplios
salones de la torre del castillo de Chancela
estaban iluminados por las antorchas que irradiaban su luz a través de los
ajimeces encristalados, en lucha con las primeras tintas del alba que se iban
extendiendo por el cielo.
En la plaza de armas de
la fortaleza los guerreros formados, vistiendo sus arneses de batalla, esperan
la presencia del señor para emprender su viaje al campo de de batalla contra
los sarracenos.
El jefe de la hueste,
señor del castillo, abraza por última vez a su esposa, cuyos negros ojos lloren
la amargura de la despedida:
¡Que noche!
¡Noche terrible, noche maldita, que ha traído ya el nuevo día que se llevará a
mi esposo! ¿Lo volveré a ver? ¿Volveré a galopar por mis tierras al lado de mi
Duarte amado?
Poco después, por los
recios tablones del puente pasan los guerreros, con ruido de acero y pisadas de
caballos. Todos van hacia el peligro de la guerra. ¿Cuántos volverán?
Para las esposas que
aguardan siempre temerosas e impacientes, pasan los lentos días, cargados de
presagios, de pensamientos tristes, entre la esperanza y el temor. Pero a pesar
de todo, el tiempo va pasando en su caminar infinito.
Munia,
el ama de cría que, como su señora doña Mayor, padece los mismos
insomnios, los mismos temores, iguales inquietudes, acostumbra a salir al campo
para que el pequeño respire aire puro; para que pueda dar sus primeros pasos en
libertad, cogiendo flores campestres, viendo como corren las aguas del rio,
llevando consigo las hojas caídas de los árboles; creciendo y robusteciéndose
con el ejercicio.
Pero
un día, los resplandores del cielo anuncian tormenta. De pronto se cubre la
bóveda celeste y retumba el trueno entre la descarga del aguacero. Huyen los
pájaros a refugiarse en sus nidos, el viento silba entre las breñas y loa árboles
se agitan, azotados por el vendaval. Munia, empavorecida, no se atreve a
emprender el regreso al castillo y se acurruca entre los árboles que bordean el
río; abraza al pequeñuelo sentado en su regazo, tratando de ampararlo. Pero de pronto, un trueno formidable retumba;
parece que revienta en su propio oído. Despavorida, estremecida, quiere
incorporarse y abre inconscientemente los brazos.
Un grito terrible resuena entre el fragor de la tormenta. El niño se le ha ido
de entre sus brazos y va a parar al río; cae entre las aguas, que huyen en
rápida corriente, llevándose a la criatura. La mujer, enloquecida, grita llamando al
pequeño que ha desaparecido entre las turbulentas aguas.
No
habrá piedad para esta pobre mujer …. ¿Quién habla de piedad a una madre que
pierde a su hijo? ¿Quien, en aquellos tiempos, podría esperar perdón para un
pecado de descuido, que es causa de la muerte de un ser tan querido? La madre
acongojada se convertirá en juez implacable y castigará a la infeliz que
amamantó a su hijo para, al final, ser causa de su muerte….
El conde vuelve al castillo.
Ya ha llegado Bernaldo, el fiel sirviente que le acompañó a la guerra, y se ha
anticipado para traer las gratas nuevas del regreso feliz a su señor.
Pero al abrazarse Bernaldo
con su mujer Munia, huida desde la aciaga tarde, oyó de sus labios la relación
de la desgraciada muerte del hijo de los condes. No, no habrá perdón; él conoce
bien todos los resortes, todos los pensamientos de su gran señor, él sabe de
memoria la leyenda de todas las venganzas; él aspiró allí, en el castillo, el
olor de la sangre de todas las justicias……
Un gran señor no perdona,
un gran señor tiene el corazón como el cuerpo, recubierto por una férrea coraza
que no cede ante las súplicas.
A aquella cabaña donde
huyó Munia buscando asilo para esperar a su marido llegarán en breve los emisarios
de una venganza implacable.
Huyamos,
Munia; pero ¿adónde? Los sabuesos del conde nos cazarán como fieras…..
Gente armada se aproxima.
La puerta de la choza es derribada a golpes. Bernaldo desenvaina su daga, decidido a vender cara la vida de su esposa.
Pero su ánimo desfallece y envaina de nuevo el acero.
De
pronto, una idea brota en su cerebro y llama aparte al jefe de la tropa. Habla con
él, discuten ambos en voz baja, y al fin logra convencerle, entregándole una
bolsa de monedas.
Bernaldo,
que había solicitado la gracia de pagar él el daño causado involuntariamente
por su mujer, se arrodilla ante el cepo, sobre el cual pone su cabeza. Pero,
mientras el verdugo levanta en alto el hacha, Munia, con un rápido movimiento,
se tiende al lado de su marido; júntanse las cabezas, unidas en un beso
postrero, que es cortado al segar el hacha de un solo golpe los cuellos de
ambos esposos.
Fueron enterrados los dos
cadáveres al borde de un camino que pasaba ente un pinar. En aquel lugar
nacieron dos pinos que fueron creciendo juntos, y cuando el viento soplaba,
agitando las copas quejumbrosas con un canto de airada protesta, los dos pinos,
un poco apartados del grupo que
formaba el pinar, se unían como en un abrazo de amor y de recuerdo de aquellas dos
víctimas que yacían entre sus raíces.