Jun 1, 2015

Leyenda: Munia y Barnaldo

 
En Santaia de Logrosa, Negreira, existe aún, restaurado el antiguo pazo o castillo de Chancela, que data del siglo XIV.

La leyenda que a este viejo solar se refiere relata una de tantas tragedias de la vida azarosa y terrible de aquellos tiempos.

Una noche, los amplios salones de la torre del castillo de Chancela estaban iluminados por las antorchas que irradiaban su luz a través de los ajimeces encristalados, en lucha con las primeras tintas del alba que se iban extendiendo por el cielo.

En la plaza de armas de la fortaleza los guerreros formados, vistiendo sus arneses de batalla, esperan la presencia del señor para emprender su viaje al campo de de batalla contra los sarracenos.

El jefe de la hueste, señor del castillo, abraza por última vez a su esposa, cuyos negros ojos lloren la amargura de la despedida:
¡Que noche! ¡Noche terrible, noche maldita, que ha traído ya el nuevo día que se llevará a mi esposo! ¿Lo volveré a ver? ¿Volveré a galopar por mis tierras al lado de mi Duarte amado?

Pero es preciso acudir a la llamada real. El caballero, ayudado por su esposa, ciñe el talabarte del que prende el mandoble; se encasqueta el yelmo empenachado y, por el hueco de la visera aún no calada, besa por última vez a su mujer y a su hijo, que tiene en brazos el ama Munia, también llorosa porque su marido el fiel Bernaldo, acompañará al señor en las peligrosas jornadas que los esperan.

Poco después, por los recios tablones del puente pasan los guerreros, con ruido de acero y pisadas de caballos. Todos van hacia el peligro de la guerra. ¿Cuántos volverán?

Para las esposas que aguardan siempre temerosas e impacientes, pasan los lentos días, cargados de presagios, de pensamientos tristes, entre la esperanza y el temor. Pero a pesar de todo, el tiempo va pasando en su caminar infinito.

Munia, el ama de cría que, como su señora doña Mayor, padece los mismos insomnios, los mismos temores, iguales inquietudes, acostumbra a salir al campo para que el pequeño respire aire puro; para que pueda dar sus primeros pasos en libertad, cogiendo flores campestres, viendo como corren las aguas del rio, llevando consigo las hojas caídas de los árboles; creciendo y robusteciéndose con el ejercicio.

Pero un día, los resplandores del cielo anuncian tormenta. De pronto se cubre la bóveda celeste y retumba el trueno entre la descarga del aguacero. Huyen los pájaros a refugiarse en sus nidos, el viento silba entre las breñas y loa árboles se agitan, azotados por el vendaval. Munia, empavorecida, no se atreve a emprender el regreso al castillo y se acurruca entre los árboles que bordean el río; abraza al pequeñuelo sentado en su regazo, tratando de ampararlo. Pero de pronto, un trueno formidable retumba; parece que revienta en su propio oído. Despavorida, estremecida, quiere incorporarse y abre inconscientemente los brazos. Un grito terrible resuena entre el fragor de la tormenta. El niño se le ha ido de entre sus brazos y va a parar al río; cae entre las aguas, que huyen en rápida corriente, llevándose a la criatura. La mujer, enloquecida, grita llamando al pequeño que ha desaparecido entre las turbulentas aguas.

No habrá piedad para esta pobre mujer …. ¿Quién habla de piedad a una madre que pierde a su hijo? ¿Quien, en aquellos tiempos, podría esperar perdón para un pecado de descuido, que es causa de la muerte de un ser tan querido? La madre acongojada se convertirá en juez implacable y castigará a la infeliz que amamantó a su hijo para, al final, ser causa de su muerte….

El conde vuelve al castillo. Ya ha llegado Bernaldo, el fiel sirviente que le acompañó a la guerra, y se ha anticipado para traer las gratas nuevas del regreso feliz a su señor.

Pero al abrazarse Bernaldo con su mujer Munia, huida desde la aciaga tarde, oyó de sus labios la relación de la desgraciada muerte del hijo de los condes. No, no habrá perdón; él conoce bien todos los resortes, todos los pensamientos de su gran señor, él sabe de memoria la leyenda de todas las venganzas; él aspiró allí, en el castillo, el olor de la sangre de todas las justicias……

Un gran señor no perdona, un gran señor tiene el corazón como el cuerpo, recubierto por una férrea coraza que no cede ante las súplicas.

A aquella cabaña donde huyó Munia buscando asilo para esperar a su marido llegarán en breve los emisarios de una venganza implacable.



Huyamos, Munia; pero ¿adónde? Los sabuesos del conde nos cazarán como fieras…..

Gente armada se aproxima. La puerta de la choza es derribada a golpes. Bernaldo desenvaina su daga, decidido a vender cara la vida de su esposa. Pero su ánimo desfallece y envaina de nuevo el acero.

De pronto, una idea brota en su cerebro y llama aparte al jefe de la tropa. Habla con él, discuten ambos en voz baja, y al fin logra convencerle, entregándole una bolsa de monedas.

Bernaldo, que había solicitado la gracia de pagar él el daño causado involuntariamente por su mujer, se arrodilla ante el cepo, sobre el cual pone su cabeza. Pero, mientras el verdugo levanta en alto el hacha, Munia, con un rápido movimiento, se tiende al lado de su marido; júntanse las cabezas, unidas en un beso postrero, que es cortado al segar el hacha de un solo golpe los cuellos de ambos esposos.

Fueron enterrados los dos cadáveres al borde de un camino que pasaba ente un pinar. En aquel lugar nacieron dos pinos que fueron creciendo juntos, y cuando el viento soplaba, agitando las copas quejumbrosas con un canto de airada protesta, los dos pinos, un poco apartados  del grupo que formaba el pinar, se unían como en un abrazo de amor y de recuerdo de aquellas dos víctimas que yacían entre sus raíces.