La leyenda que voy a relatar hoy es tomada de un libro
manuscrito, original de Vasco da Ponte, un cronista que cita en su curiosa obra
muchos datos y hechos de diferentes
señores feudales de sus tiempos y aun de los anteriores a él. Esta
leyenda, que se da como cosa real, y tal vez lo haya sido, se refiere a una
cueva que llamaban <>.
¿Dónde estaba, o dónde está <>? No lo sé ni lo dice la crónica referida. Pero el
caso es que, según se contaba, en esa cueva había un gran tesoro, uno de esos
tesoros ocultos en las entrañas de la tierra y guardados por los encantos o
mouros gigantes que habitan en los castros y en las cavernas, por más que nadie
los vea nunca.
Una vez – y ya van pasados de esto muchos años -, cierto fraile que era un gran
nigromante habló de este tesoro a un hidalgo que se llamaba Álvaro Peres de Moscoso, señor del valle de
Barcia y de Mens, y le dijo lo que había de hacer para adueñarse de tantas
riquezas en oro y pedrería como allí estaban enterradas; él mismo se le ofreció
para servirle de guía, si se hallaba dispuesto a darle parte de lo que pudieran
recoger.
Don Álvaro accedió
y, siguiendo los consejos del fraile, levó consigo treinta hombres entre
escuderos y peones, todos ellos muy resueltos y valientes. Llegados a la boca
de la cueva, clavaron en el suelo gruesas estacas de roble, a las cuales
amarraron unas cuerdas gruesas y resistentes; los otros extremos de las cuerdas
se los ataron por la cintura a don Álavaro, el fraile y algunos más de los que
habrían de arriesgarse a penetrar en la caverna en busca del tesoro. Los otros
peones con algunos escuderos quedaron fuera para ayudar, si fuese preciso, a
los que allí se aventuraban.
Osadamente penetraron en la cueva, llevando grandes teas de
encina y gruesos tizones encendidos para alumbrarse, y dagas o cuchillos de
monte por si pudieran ser necesarios.
Habrían andado pocos metros cuando unas enormes aves,
espantadas por la claridad de las teas, empezaron a revolotear alrededor de
ellos, batiéndoles con las alas, acometiéndoles incluso a picotazos con sus
fuertes defensas y arañándoles con las garras de tal suerte, que tuvieron los
hombres que defenderse, empleando sus dagas y cuchillos, matando o hiriendo algunos
de aquellos pajarracos que chillaban alborotando como condenados. Durante
aquella lucha varias de las teas se apagaron y fue preciso encenderlas de
nuevo; al cabo, pudieron seguir adelante por los tenebrosos corredores o
galerías de la caverna, hasta que dieron con un obstáculo mayor.
Una gran corriente de agua les impedía el paso, un río
caudaloso que atravesaba la galería de la cueva por donde caminaban. Pero no
fue el río lo que les causó la mayor sorpresa; lo que les dejó asombrados y
admirados fue lo que vieron al otro lado de la vena del agua. Como una gran sala, en un estado ricamente amueblado donde las
piezas de oro y pedrería refulgían a la luz de las antorchas y teas, unas
gentes extrañas, de una hermosura de ángeles, vistiendo largas y vaporosas
túnicas de suaves colores, tañían instrumentos para ellos desconocidos y
cantaban y bailaban con un ritmo gracioso y delicado.
Pero los expedicionarios no se atrevieron a intentar el
paso del río, que era muy crecido y de corriente rápida; y después de pensarlo
y discutir las posibilidades de la hazaña, acordaron irse, tanto más cuanto que
las antorchas estaban casi consumidas y muy pronto quedarían a oscuras,
corriendo gran peligro.
El fraile los alentaba para que siguieran adelante; pero en
esto, empezó a soplar tan fuerte viento
que apagó los fuegos y sintieron como un olor áspero y desabrido que les secaba
la garganta. Entonces todos empezaron a tirar por las cuerdas que llevaban
atadas a la cintura, con ansia de verse fuera de aquel antro para huir de la
asfixia que le amenazaba. Algunos clamaban al cielo, creyendo que iban a
morir; otros gritaban pidiendo socorro. Al fin, después de muchos tropezones y
caídas al darse contra las salientes rocosas de las laderas de la caverna,
consiguieron salir a la luz del día, tosiendo y jadeando como si aquel aire que
les dio estuviera emponzoñado.
Y dícese que ninguno de ellos salió con vida de aquel
año, a excepción del fraile, pero este perdió la vista.
Nadie más osó nunca intentar penetrar en la Cueva da Curixa.
Pero ¿ sería cierto que existía aquel tesoro?¿Y qué gentes
podían ser aquellas que vivían dentro de la cueva?
Eso nadie lo sabe cierto. Tampoco nadie sabe dónde está, o
dónde estaba A Cueva da Curuxa. Tal vez fuera obstruida después del fracaso de
don Álvaro Peres de Moscoso.