Aquellas
cristianas gentes guardaron con interés la imagen de la Virgen que Dios les
había ofrecido -pues hay razones
bastantes para creerlo así- y, más adelante, quisieron ponerla, para su
mayor gloria y alabanza, en el mismo lugar en donde la habían hallado, sobre el
portal que todavía hoy existe.
Para
perdurable recuerdo de tan famoso hallazgo, pusieron al monasterio el nombre de
Santa María de Belvís.
Y
quiso Dios que la devoción santiaguesa posara sus miradas en aquella santa
imagen y fuese a buscar a su lado el remedio para sus aflicciones y la
tranquilidad para su espíritu.
La
Santísima Virgen prestó consuelo a los corazones huérfanos, tuvo bálsamos para
las heridas de los enfermos, fue con frecuencia cobijo de todas las desgracias
y su bondad se derramó acariciadora y caritativa, sobre las almas devotas.
La
fama de la Virgen de Belvís se fue
extendiendo por toda la ciudad y era mucha la gente que iba a postrarse a sus
plantas, ansiosa de sus favores.
Era
entonces rector de la iglesia de San
Félix de Lovio, la más antigua de Santiago, cerca de la cual se erguía el
palacio del conde de Altamira, un
sacerdote ejemplar como los verdaderos cristianos, de santa vida y buenos
sentimientos. Desde su iglesia, un día percibió en la oscuridad de la noche, al
pie del monasterio de Santa María de
Belvís, unas luces que jamás había visto y que le llamaron la atención.
Quizá este hecho pasara inadvertido para otras gentes si a las noches
siguientes no volviera a verlas en el mismo lugar en que las había observado
por primera vez. Y cuando, curioso, fue a averiguar la causa de aquellas luces
extrañas, que brillaban claras y resplandecientes entre los muros ensombrecidos
del monasterio, comprobó con asombro que por la noche llegaba allí un invisible
ser que ponía junto a la Virgen unas candelas encendidas que al amanecer
desaparecían sin que nadie supiera qué mano misteriosa las llevaba.
Corrió
esta noticia por el pueblo y la devoción a la Virgen aumentó de tal manera, que
bien pudiera decirse que todos los santiagueses la llevaban enraizada en el
secreto de su corazón: y todos acudían a Ella pidiendo salud para el cuerpo y
consuelo para sus espíritus.
Entonces
los hechos portentosos se multiplicaron y de tal manera y tan abundantes fueron
los milagros realizados por la famosa Virgen, que el portal que le servía de
capilla, y el altar se llenaron de exvotos con que los fieles testimoniaban su
agradecimiento a las milagrosas virtudes de la Santa Madre de Dios Nuestro Señor.
Y
el huerto del convento se veía continuamente lleno por las gentes devotas
compostelanas, que iban a postrarse ante la imagen divina para ofrecerle sus
creaciones como pago de un bien recibido o para solicitar un nuevo favor. Llegó
a ser tan grande la popularidad de aquella imagen, que las buenas monjas,
atentas a la mayor gloria de su querida Virgen, creyendo que el pequeño recinto
del portal donde estaba no era el más apropiado, acordaron trasladarla a la
iglesia del monasterio; y así lo hicieron, con la solemnidad que merecía por
sus milagros y la cantidad de sus fieles.
Pero
al día siguiente, cuando fueron a abrir la iglesia, Ia santa imagen de la
Virgen había desaparecido del altar en donde la colocaran y se hallaba
nuevamente en el portalito, como si prefiriese la sencilla pobreza del huerto a
la solemne suntuosidad de la morada de Dios.
Volvieron
de nuevo a llevarla a la iglesia, y otra vez volvió a aparecer prodigiosamente
en el lugar que ella prefería: en su portal, bajo el dosel del cielo,
acariciada por la débil claridad de las estrellas de la noche, radiante de luz y
de bondad cuando los rayos del sol la cubrían como un manto de espejeantes
caricias.
La
noticia de este milagro se extendió rápidamente por la ciudad de Santiago, pues
el significado bien claro estaba para todas las inteligencias, aun para
aquellas más negadas o incrédulas. La santa voluntad de Dios era manifiesta y
la lección recibida fácil de comprender. De esta manera quiso Dios, Padre y
Maestro, manifestar cómo deseaba que su Madre fuese de allí en adelante loada y
reverenciada con el nombre sencillo y humilde de Nuestra Señora del Portal, para que las gentes supieran en dónde
pueden hallar su abrigo y su cobijo, pues a todos puede convenirles y todos lo
precisan, tanto los ricos como los pobres, los grandes como los pequeños,
siempre que con humildad se acerquen a ella para rogarle apoyo, protección y
socorro para sus tristezas y enfermedades.
Esta es la advocación y origen de la Virgen del Portal.
Pero
en el año 1.693, después de trescientos ochenta y uno que llevaba venerándose
en el portal, los santiagueses quisieron pagar de alguna manera la deuda de
gratitud que le debían y la ciudad entera la aclamó como Virgen milagrosa; y ya
que las necesidades del culto lo requerían, la Santísima Virgen consintió esta
vez en que la llevaran de su querido portalito a la capilla que junto a la
iglesia del monasterio le erigieron, construida exclusivamente con las limosnas
aportadas por los devotos.