
Algunas veces, al
pasar cerca de la laguna del Carregal, pueden oírse los bramidos, más que
mugidos, de un buey colosal que parece estar sumergido bajo las aguas; y aun se
cuenta que en la superficie pueden verse unas burbujas como un ligero
borbollar, como si al respirar el animal saliese a la superficie el aire
expulsado por sus potentes pulmones.
A esta leyenda se
refiere el licenciado Molina en su libro Descripción del Reino de Galicia,
publicado el año 1550.
Se cuenta que,
allá por tiempos muy remotos, había en aquel lugar un palacio real, y alrededor
de él, las casitas de los siervos; y se llamaba aquella población la ciudad de
Reirís.
Toda la gente
quería mucho a la hija del rey, que era muy sabia, buena y hermosa. Ella
ayudaba a los pobres y les daba de comer, no de las sobras de las comidas del
palacio, sino de los mismos manjares que para las gentes del palacio se
cocinaban. Y atendía y ayudaba a los enfermos; y enseñaba a los niños muchas
cosas, como cuentos, adivinanzas y juegos.

Aquel moro se
enamoró de la princesa y le dijo que quería casarse con ella porque, además de
ser lindísima, tenía muy buen corazón. Pero el rey repuso que no quería nada
con moros, que eran gentiles y mágicos, y que su hija se guardaba para un
príncipe que fuese blanco y rubio como ella y que fuese también leal y valiente
y supiese manejar la espada y la lanza, sin usar de ardides ruines ni de
encantamientos.
Tomó muy a mal el
moro esta respuesta; pero dijo que también quería saber lo que la princesita
decía de todo aquello.
Y la princesita le
replicó que una cosa era ayudar a quien lo precisara sin mirar quién era, y
otra entregarse sin amor a un hombre que ni por la alcurnia, ni por la
gentileza, era pana emparejarse con ella. Porque la verdad es que aquel moro ni
siquiera era joven.
-¡Os ¿arrepentiréis!
-bramó el moro irritado. Y con la misma se levantó y salió del Palacio.
Pero entonces
empezó a temblar la tierra y el palacio a moverse como los árboles cuando sopla
el viento fuerte; y toda la gente, horrorizada y llena de miedo, huía. Y en la
pequeña ciudad también la gente huía empavorecida porque las casas se
derrumbaban y las fuentes brotaban tan enorme caudal de agua, que corría por
las calles como los grandes arroyos originados por las grandes lluvias de
invierno.


EI moro, sin
perder la figura de toro, fue sumergiéndose en el agua y empezó a dar grandes
saltos para tratar de escapar; pero, en vez de salir afuera de la laguna, más y
más se metía en ella hasta que, bramando de pavor, desapareció entre las aguas.
El rey, la
princesa y la gente toda, que afortunadamente pudieron salvarse de aquella
destrucción, se fueron de allí con sentimiento por los bienes perdidos, puesto
que dejaban cuanto habían tenido.
Pero asentaron en
otro lugar y pronto establecieron una nueva ciudad, aun cuando no se sabe con
certeza cuál es de las villas que existen por los alrededores de la laguna.
Y, por lo que
hemos narrado, dícese que se oye en ciertos días cómo sale de aquellas aguas el
bramido del toro en ellas sumergido.