El 18 de Junio del año 866, el rey D. Alfonso III nombra a Adaulfo
II obispo de la sede de Iria y Compostela, pidiéndole que procure regirlas con vigilancia y firmeza,
extirpando los vicios y malas costumbres y que haga oración por él con toda su
congregación, como repite al final del diploma. "Omnia
vigilater …….....cum omni congregatione vestra" (Tumbo A, fol 2; España
Sagrada, Tom. XIX). Aquí se ve ya que la Iglesia de Compostela ocupaba el primer lugar de
la Diócesis.
Las eminentes virtudes de Adaulfo II, y acaso su celo por la
conservación de la disciplina eclesiástica, ofuscaban con sus destellos a
muchos espíritus débiles (ó fuertes, según la carne), que no podían soportar el
vivo resplandor de tanta luz. Urdieron,
pues, una conspiración para sepultar en el cieno á quien de él pretendía
levantarlos. Buscaron como cómplices e instrumentos a algunos de los servidores
de la Iglesia Compostelana (Fueron cuatro los
criados del obispo: Iadón, Cadón, Ensión y Auxilión), y los instigaron para que
acusasen ante el rey al obispo Adaulfo
II del torpísimo vicio de sodomía.
El rey
muy sorprendido, dio oídos a la denuncia de los siervos, los cuales de tal modo
supieron presentar el hecho, que el crimen parecía fuera de duda. Sin embargo,
como no era procedente el castigo por solo la acusación de los siervos, juzgo
que el obispo debía purgarse del delito ó demostrar públicamente su inocencia,
por medio de una de aquellas pruebas que estaban tan en uso en la Edad media, y
que se conocían con el nombre de pruebas vulgares o juicios de Dios. La prueba propuesta, por
consejo de los maliciosos émulos del Prelado, fue el ser expuesto á la furia de un toro bravísimo azuzado por los
ladridos de encarnizados perros.
Acepto
Adaulfo II; y el día convenido,
después de celebrar con el fervor y devoción de que era capaz la Santa Misa con
el ceremonial prescripto para tales casos, y revestido de pontifical, salió a
la plaza en que había de tener lugar el terrible drama (La plaza en
cuestión, yo creo que era lo que ahora se conoce como San Clemente, antes Campo
de la leña y mucho antes era un descampado con pinos).

Así que el toro advirtió la
presencia del obispo, depuso su fiereza y se acerco manso, sumiso y humilde
hasta poner sus temidas defensas, como señal de reverencia, entre las manos del
prelado.


Antes
de retirarse a la meditación dejo el obispado en las manos de de su sobrino por
parte de madre, Sisnado I, el cual trajo sus restos de Asturias a
Compostela, y les dio honrosísima sepultura.
Leyenda ó
Milagro ??????