En
viejos romances del camino de Santiago corría de boca en boca la triste
historia de Antia, la celebrada doncella
gallega. Tan gallarda era su figura, tan peregrina su belleza, que llegó a ser
envidiada por todas las doncellas.
Tenía
su morada en las bellas alturas del monte de Fisterra “Finisterre”. Su rústico albergue parecía como un nido
colgado en las crestas de la montaña, para sustraerse a las miradas y a la
ambiciones esas aves rapaces, embaucadoras, que se llevan a las muchachas
guapas.
Hasta
el rústico hogar de la doncella llegó un día el señor de Souto, señor de estos dominios de Fisterra y se quedo deslumbrado ante la extraordinaria belleza de
la joven.
Desde
aquel día se acrecentó su fama y corrió como fasta noticia por todo Fisterra.
Una condición tenía la moza que contrastaba con lo humilde de su linaje: su
natural altivo y desdeñoso. Antia vivía continuamente asediada de amores por
muchísimos hombres y otras tantas sembró el dolor y la decepción en sus amantes.
- ¿A
quién amará Antia?, se preguntaban intrigados los zagales.
¿Para
quién será el corazón de aquella belleza hija de las montañas? Guarecida
a las faldas del faro siempre entre la niebla y las rocas.
La
sorprendente nueva no se hizo esperar mucho tiempo. Uno de los más aguerridos
vasallos del señor de Souto, Fabian, su escudero, había enloquecido
por Antia. Antia esquivaba su cariño; repudiaba su pasión local, desenfrenada.
Repelía al escudero, el de la tez altiva y morena y los brazos recios como
robles.
Enloquecido
por el dolor de verse desdeñado, una tarde mientras los horizontes se teñían de
sangre y el sol moribundo plateaba las aguas da Costa da Morte como una riera de luna en una noche de misterio,
se vio que Fabián, en el borde del
precipicio del faro, agitaba sus brazos como banderas en la premura.
Arqueando el cuerpo hacia
delante, hundió la cabeza sobre el pecho y partió veloz hacia el abismo.
La
noticia del trágico suceso no tardó en extenderse por todas partes. Las
mujeres, culpaban su egoísmo, y a sus desdenes atribuían la muerte del pastor.
Un
día Antia desapareció, nadie sabía
cuál había sido el destino de la doncella. Sólo un anciano que una mañana la
había visto descender de las cumbres y caminar como una sonámbula hasta las
orillas del mar, estaba en posesión del secreto. Qué no la buscasen, más parecía
decir sus labios fríos y trémulos plegados para siempre y el anciano aquél
nunca contó todo.
Una
semana al brillar los primeros destellos del sol, vio que Antia se arrojaba al abismo, y después de luchar con el bravo
oleaje, una ola alegre y corretona como un niño, se la llevo mar adentro.
Era
época de pesca, de la sazón y de la riqueza de los mares, eran los días de
placidez y de luz, pero de repente todo se sumió en sombras y lágrimas... Antia había aparecido muerta sobre las
arenas de la playa, la había matado un remordimiento muy hondo. El señor de Souto mandó que se cantasen
tristes foliadas; que se encendiesen luminarias en el faro, y que los más
fornidos mozos, como era costumbre en los días aciagos, azotasen con sus largas
varas las aguas del océano. Mandó también que se ungiese su cuerpo con los más
olorosos perfumes, que no en vano era la flor más preciada de la comarca.
Al
cabo de los años cuando algún nocturno caminante cruzaba las cumbres del faro,
oía un lamento extraño escalofriante, deteniéndose acongojado. Era una voz
débil, apagada, dolorida, que se aparecía surgir del fondo del mar. Era aquel
mismo clamor de súplica, de pena, de trágica agonía que tantas veces
balbucearan los labios febriles de Fabian, el loco: "Antia... hermosa Antia".