Fue allá
por el año 710, cuando la muerte del
rey Vitiza, al ser elegido don Rodrigo contra los derechos de Akhila y, vencido este, ocupó el solio
reinando en Galicia.
Pero Vitiza tenía un hijo, Ebam, que no solamente quiso castigar
el crimen del usurpador, sino también obtener el reino, como legítimo heredero
de su padre.
Y
pensándolo así, montó a caballo y se dirigió al castillo de Sobroso, para pedir ayuda al muy
poderoso señor Fiz de Sarmento, fiel
amigo y partidario de su padre, que contaba con muchos y buenos caballeros de
Galicia, de los más ricos y que disponían de huestes bien armadas y aguerridas.
La noche
era oscura, y para aumentar las tinieblas, se abriéron los cielos y llovía a
torrentes. Ebam tuvo que dejar al
instinto de su caballo el buscar un buen camino, aún cuando la impaciencia le
consumía.
Cuando
las primeras luces de la alborada empezaron a clarear, el príncipe, desde la
cumbre de una colina, echó una mirada en derredor para saber dónde se
encontraba. Viendo a lo lejos las torres de un castillo; era, sí, el castillo
de Sobroso, bien conocido para él;
y, a pesar de estar empapado, respiró fuertemente y, picando espuelas al
corcel, que dio un bote, salió al galope por la ladera abajo.
Pero el
caballo iba muy cansado por el ya largo viaje de la noche y en vano fue que el
caballero le hincase las espuelas cuando poco después iniciaba la subida de la
cuesta del monte próximo; él suelo pedregoso y escurridizo por la lluvia
abundantísima hacía resbalar al animal, que se arrodillaba y vacilaba muy a
menudo, hasta que, al fin, cayó para no levantarse más.
Ebam abandonó el caballo y siguió el
camino a pie, ansioso por llegar a la cima en que se alzaban los muros del
castillo.
Pronto
vio asomarse a las almenas algunas gentes. Sin duda, se habían apercibido de su
llegada y querían ver quién era el que se dirigía al castillo
¡El
príncipe Ebam! gritó, una vez llegado ante la puerta que todavía estaba
cerrada, Decidle aI conde...
La puerta
fue abierta en seguida y el conde en persona salió a darle la bienvenida con
cariño y deferencia.
Ya en la
sala principal del castillo, en la cual un mozo encendía fuego en la chimenea
para que el señor príncipe pudiera calentarse y secar las ropas, y en tanto le
presentaban una humeante taza de leche con miel, el conde le preguntó:
¿Cómo
es que Vuestra Alteza viene solo y de tal guisa? ¿Qué es lo que ha traído a mi
señor hasta este rincón de la tierca?
Vengo
a pediros amparo y ayuda, conde. Un traidor, don Rodrigo, se ha alzado en
armas; cogiendo por sorpresa a nuestro rey y dándole muerte, ocupó su lugar. Sé
cuánto queríais a mi padre y cuál era vuestra lealtad para con él...
Contad
conmigo y con mis leales, señor -respondió el conde.
Y al
momento empezó a dar órdenes para enviar emisarios, lanzar llamadas a las armas
y organizar él mismo las huestes.
Antes de
marchar, el conde le dijo al príncipe:
-Señor;
permaneced en el castillo en tanto yo voy a disponer nuestras fuerzas. Vos sois
el dueño y señor de todos mis dominios y servidumbres.
Pero,
cuando a los pocos días volvió el conde de Sobroso
a su castillo, se encontró con que el príncipe Ebam había desaparecido. ¿Cómo?
¿Por qué?
Una cruel
noticia vino a herir su espíritu y su corazón. Al partir, el príncipe Ebam había llevado consigo a doña Froralba, la hermosa mujer de aquel a
quien había ido a pedir auxilio.
El de Sobroso pidió perdón a los amigos y
caballeros de su casa por la molestia que les había causado, haciéndoles saber
el motivo que le obligaba a suspender la acción que se había propuesto
emprender. Después se encerró en la soledad de la torre, considerando aquella
otra traición de la que él mismo había sido objeto.
¡Siempre la ambición gobernando a los hombres! -pensaba-. ¡Ambición
de poder, ambición de riqueza, ambición de la mujer ajena! y estas ambiciones
ruines dominan y avasallan a los pueblos. Matan, destruyen sin duelo, sin
respeto a los derechos de los demás, sin estima de la propia dignidad...
Pasados
algunos días, se vio a una mujer acongojada arrodillarse ante la puerta del
castillo.
¿Quién
es esa mujer? -preguntó el conde.
Es
doña Froralba -respondiéndole-. ¡Infeliz, desdichada!
¿Viene
Por arrepentimiento?
Viene porque ha sido abandonada por eI
príncipe.
Si
hubiera venido arrepentida, tal vez la recogiera; viniendo porque el príncipe
la abandonó, no puedo hacer nada por ella.
Asi pasó Froralba
todo el día, siempre arrodillada ante la puerta; siempre llorando sus pesares.
Con las
primeras oscuridades de la noche, Froralba
se irguió, aunque apenas podía sostenerse en pie; pero, apoyándose en los muros
del castillo, va caminando alrededor de su antigua morada, llorando y llamando
al conde su esposo. Pasada la media noche, Froralba
sigue llorando, entre sollozos y congojas, arrastrándose al pie de los muros,
porque ya no tiene fuerzas para caminar. Al rayar el alba aún se escuchan los
débiles lamentos de la desgraciada. Después, nada: el silencio absoluto.
Cuando
las puertas del castillo se abrieron al nuevo día, ya levantado el sol, fue
recogido y enterrado silenciosamente el cadáver.
¡Ambición de poder, ambición de riqueza, ambición de la
mujer ajena! y estas ambiciones ruines dominan y avasallan a los pueblos.
Matan, destruyen sin duelo, sin respeto a los derechos de los demás, sin estima
de la propia dignidad...