La
leyenda que voy a relatar fue recogida por la dignísima y culta maestra
nacional y notable escritora dona Dora Vázquez, a la cual se la ha
referido una anciana de San Estevo de Larín (Arteixo). Es una variante
de otras antiquísimas leyendas, tan extendidas por toda Galicia, de tipo
eminentemente popular, que expresan la personalidad del pueblo céltico,
espiritual y fantástico.
Dicen
los más ancianos del lugar que un día, hace muchísimos años, vieron los
aldeanos de estos pueblos cómo hacían aquí una capilla unos hombres altos y
fuertes. Les llamaban gentiles pero quizá quisieran decir gigantes, porque
también llaman así a esos hombres y mujeres de cartón que todavía salen en
algunas romerías y fiestas de ciertas ciudades. Se decía que aquellos hombres
tenían una fuerza condenada. Tiraban un martillo desde aquí y llegaba hasta la
capilla de aquel otro monte que está enfrente de nosotros.
¿Ves allí una capilla blanca? Es la
capilla de la Estrella, de Monteagudo. Casi al mismo tiempo que
esta, apareció también aquella, y la otra de Soandres, que es la de Santa
Marta. Esta queda tan alta, que para verla desde el suelo hay que levantar
la cabeza como para mirar la alta chimenea de una fábrica.
Desde
las tres capillas se domina el mar y los valles como se puedan ver desde un
avión. Pero la de esta cumbre donde estamos hace muchísimo tiempo que
desapareció, no sé si llevada por el viento o por el abandono de los labradores
que no la han reparado. De ella deben ser estas piedras que se ven esparcidas
por aquí. Las demás, ya sean las de aquellos pasados tiempos u otras alzadas en
su lugar, existen.

Las
rocas de toda aquella ribera del mar, besadas suavemente por las aguas en los
días de calma y azotadas con furor por los oleajes tempestuosos que se quiebran
con estruendo, deshaciéndose en espumantes resacas, están rotas y horadadas,
constituyendo hondos abismos, cavernas y picos estremecedores.
En
la parte de aquellos peñascales que cae sobre el mar, a gran altura por encima
del nivel de las aguas, en una concavidad de la costa y en un lugar donde el
pie no puede sostenerse, ni la mano halla una hendidura ni un saliente donde
agarrarse, puede verse una roca con una abertura extraña, pues se trata de una
curva, cuya boca de forma simétrica parece una gran ventana medio cubierta por
los zarzales y malezas que allí fueron a nacer, enraizadas entre las
pequeñísimas grietas de los riscosos escarpados. Aquella es la que las gentes
llaman , o
.
Se
dice que en aquella cueva está encantada por un rey moro una hermosísima
doncella, blanca como una azucena y de cabellos rubios cual las hojas en el
otoño; sus miradas lánguidas y tristes diríase que buscan en la profundidad de
sus pensamientos las nostálgicas visiones de algún sueño de amor no logrado
jamás, o el recuerdo de amarguras sufridas en tiempos muy remotos que hubiesen
destruido ilusiones de una vida más placentera.
Bien sabido es que por una
corrupción o mezcla debida al parecido de los móres (gigantes) y moros o
mouros, y siendo estos más conocidos por las duras y encarnizadas luchas
sostenidas contra los últimos en nuestra tierra, suele darse el nombre de
mouros a los antiguos y mitológicos gigantes que, según creencia popular,
habitaban en el interior de los montes. Gentiles, descreídos y hechiceros, son
los causantes de tantos y tantos encantamientos y por ello se les conoce con el
nombre de Encantos.


En
ese breve momento de los primeros rayos del sol naciente, puede contemplarse en
aquella ventana abierta, por breves instantes, hermosa como el mismo amanecer,
a la doncella peinando sus cabellos, sueltos como una madeja de oro, con un
peine de rico metal brillante de reflejos, que no reluce tanto, sin embargo,
como la misma belleza de aquella joven.

Pero
hay también un romance, “La Doncella Encantada”, que se refiere al mismo
encanto de la ribera del mar en la ría de Vivero; pero en é1 se habla de “Nove
fadas que a sirven” y se cita también “Aquel galán garrido e feromoso coma un
sol, que ten de saír das augas ao cantar do rousinol”.