Hace muchos años, una enfermedad asoló
todas las orillas de mis dos mares y nadie podía detenerla. Morían las personas
a cientos y ninguna meiga podía frenar su avance.
La meiga más
sabia y guapa de la comarca vivía en un viejo molino, en un lugar perdido
en medio de una de las fragas mas frondosas de la montaña más inaccesible y
hasta allí acudió una joven madre guiada
por su desesperación, con su bebe de pocos meses infectado por la enfermedad.
Cuando llegó a la vieja construcción
de piedra la puerta estaba abierta. Dentro la meiga parecía estar aguardándola
y recogió en sus brazos al niño que ella le entregó sin mediar palabra y de una
esquina un saco lleno de arenilla de
piedra lumbre.
Bajaron juntas el camino hacia la
playa. La meiga le indicó a la madre que
recogiera las cosas que ella iría reclamando a lo largo del trayecto.
A un
guerrero le pidió que cortara con su espada una rama pequeña de roble y se la
entregara. A otro, una antorcha prendida.
Seguida siempre por la mujer y con el
bebe en brazos la meiga alcanzo el arenal.
Construyo un círculo con piedras y
cubrirlas con la piedra lumbre.
En medio del círculo la meiga,
sostenía con una mano al niño que agonizaba apretado contra su pecho y en la
otra la rama de roble. Con la mirada
atenta vigilaba el camino del Norte. Sabía que por ese camino tenía que
llegar la muerte para llevarse al niño.
La meiga arrimó la antorcha al punto
del Sur. La piedra prendió y un círculo de fuego la rodeo a ella y al pequeño
que apenas respiraba.
Sin dejar de mirar hacia el
Norte, levanto la rama de roble y apunto con ella hacia el lugar por
donde esperaba ver aparecer a la muerte
La muerte
acudió en busca de su presa a los pocos minutos.
Reclamó a la meiga que se lo
entregara. La meiga la miro, sonrío y se negó, Sabia que si pasaba la hora, si
el plazo de entrega vencía.
Dicen que la muerte no puede atravesar
el fuego de un círculo y que la rama de roble usada como arma defensiva
paraliza su fuerza.
Enzarzadas ambas en un desafío de
palabras, amenazas y retos,
De pronto, la muerte interrumpió su
tono agresivo, bajo la voz y casi susurrando pregunto:
¿Por qué eres tan hermosa?
La meiga no tardó en responder
“Porque en cada amanecer del solsticio
de verano voy a la fuente para mojar mi rostro con la flor del agua- y casi sin
pausa añadió- Puedo enseñarte cómo hacerlo”
“Podríamos hacer un trato. No me está
permitido, pero si tú te detienes. Si hasta el día del solsticio
descansas y no te llevas a nadie en ese tiempo, te enseñare como debes recoger
la flor de agua para ser hermosa”
Desde siempre la muerte ha querido se
amada, deseada, respetada y aceptada como la druida. Y hermosa como ella.
Y acepto.
Y determinaron el lugar donde se
encontrarían un poco antes de amanecer del día del solsticio de verano.
La
enfermedad desapareció.
Durante el tiempo convenido nadie más enfermó ni murió.
Y el día del solsticio la meiga acudió
a su cita como había prometido.
Descubrió que la muerte se había
adelantado y paseaba de un lado a otro frente a la fuente.
Al llegar a su altura la inquietud se
volvió impaciencia. Antes de que pudiera preguntar nada la meiga se arrimo a la
pileta de la fuente.
“La Flor del agua es –explico mientras
levantaba la vista vigilando el cielo- el primer rayo de sol que se refleja en
el agua. Has de ser muy rápida. Cuando nace, tienes que recogerla entre las
manos y la levantarla sin dudar hacia tu cara.
Las dos se colocaron una junto a la
otra apenas separadas por unos centímetros.
El sol apunto en el horizonte y sus
primeros rayos alcanzaron la superficie del estanque y se reflejaron en el cómo
en un espejo maravilloso.
La meiga sostuvo entre las palmas de
sus manos la flor del agua y la levanto rociándose la cara con ella. Su rostro
se iluminó intensamente y la piel adquiría la textura y la suavidad de una
concha de nácar.
La
muerte a su lado intentaba una y otra vez hacer lo mismo, pero fue imposible.
Por más que lo intentó, no pudo recoger la luz entre sus oscuras manos.
La
muerte no pudo apresar la flor del agua, porque la flor del agua es luz y la
muerte es sombras y oscuridad.
No
tenía nada que reclamar. La meiga había
cumplido su parte del trato.