Vivía -hace muchísimo tiempo- en una aldea de las montañas
de Cervantes (provincia de Lugo) un
hombre, arisco de carácter, que se irritaba por cualquier cosa y juraba y
maldecía que daba miedo.
Este hombre tenía un hijo que era ya un mozallón, buen
muchacho, amigo de las mozas y de las fiestas y romerías, aun cuando no le
volvía la espalda al trabajo. Solía decir que <>,
y de acuerdo con esta máxima procedía.
Pero su padre quería tenerlo siempre tirando del azadón y
no le gustaba que el muchacho tratara de divertirse; porque las parradas gastan
las fuerzas que se precisan en el trabajo. Un día discutieron padre e hijo
porque el muchacho pretendía ir a la fiesta de Pedrafita y el viejo insistía en que fuese a quemar un monte pata
roturarlo.
-El dia de fiesta
no se trabaja, que es pecado -decía el mozo-; si el trabajo no se hace un día, se hace otro; pero, la
fiesta, pasado el día, paso la romería, y
la fiesta se pierde.
-Lo que no se hace es ir de fiesta, cuando
hay un trabajo que atender.
Ninguno de los dos cedía. Al fin el padre, irritado, gritó:
-¡Vete de fiesta, y como andas tras las mozas, así
permita Dios que andes tras las lobas!
Nunca tal hubiera dicho.
Una noche el mozo despertó; se sentía inquieto,
desasosegado, no tenía parada, y terminó poniéndose los pantalones y saliendo a
la calle. Como si una fuerza extraña lo empujara hacia el monte, se echó a
caminar por el declive arriba. Llegó a un pequeño prado y se revolcó sobre la
hierba humedecida por el rocío de la noche. ¿Por qué hacía aquello? No lo
sabía. Pero aconteció que cuando intentó levantarse, no pudo hacerlo; estaba a
cuatro pies y a cuatro pies corrió hacia la cumbre del monte, aullando como un
lobo, y tras de las lobas anduvo como un perro rabioso.
Se habló también de un lobo muy grande que había degollado
muchos corderos y herido a varios carneros.
El padre del mozo desaparecido empezó a pensar en el caso;
recordaba su maldición, y se estremeció. ¿Aquel
lobo podría ser su hijo?
Y se fue a ver a una viejecita muy vieja, que decían que
era meiga, y le contó el caso.
-¡Ay hombre! – le dijo la
vieja -, ¡la maldición del padre es lo peor que
puede haber para un hijo! Un padre no puede maldecir su propia sangre.
Pero, para tranquilizarlo, dijo:
-Pero si ese lobo es tu hijo, hay un
remedio para volverlo a la vida de los humanos-
Y le explicó que, con todo, no era cosa fácil, porque uno
de los dos podría morir, ya que el hijo, convertido en fiera, había perdido
todo el sentido de los hombres.
-¿Y, que debo hacer entonces?
preguntó el padre.
-Ve si puedes hacerle sangre, pero que no
sea cosa de muerte, ni siquiera de mutilación, porque si le hicieras mucho
daño, ese mal le quedaría al recobrar su ser-.
Salió pensativo el viejo de casa de la meiga y mucho
caviló, de vuelta hacia su vivienda, cómo habría de proceder. Pero, aun cuando
se viera en peligro de muerte, mejor quería morir que saber a su hijo perdido
de aquella manera.
A la noche siguiente decidió ir en busca del lobo. No quiso
llevar más arma que un cuchillo, para evitar un peligro mayor, pero llevó
consigo un corderillo, al cual ató al pie de un tojal, tras el cual se ocultó
él, entre unos brezos, con el cuchillo en la mano.
A media noche vio cómo el cordero se estremecía y agitaba y
supuso que el lobo se acercaba. Después oyó un ligero golpe, como de alguna
cosa que caía; tal vez el salto del lobo para acometer y el patalear del
animal... Arrastrándose muy despacio y calladamente, se acercó. ¡Allí estaba el
lobo! Clavaba los dientes en las carnes blandas del cordero sin apercibirse de
su presencia.
Como temiendo herir de más, clavó en el lomo la punta del
cuchillo, que tiró en seguida al suelo. El lobo se revolvió enseñando los
dientes. El hombre le echó los brazos al cuello, llamándole: ¡Hijo, Hijo!; y le pidió
perdón, sollozando.
Entonces la piel del lobo empezó a abrirse por la herida y,
como si fuese una piel postiza, iba desprendiéndose del cuerpo.
Una sacudida, un revolcarse entre los brezos y los tojos, y
el muchacho recobraba el ser, desfallecido, pero tal como era antes de ser
maldito por su padre.
Esta leyenda fue
recogida por mí en las montañas de Cervantes, el año 1.963, y en gallego,
naturalmente.